En esta vida única y limitada que tenemos, en cada instante nos vemos obligados a elegir un solo camino entre infinitos que se nos presentan. Elegir esa posibilidad es abandonar las otras a la nada. Esa posibilidad que ni siquiera sabemos hasta dónde nos ha de llevar, pues nuestra visión del futuro es precaria y sentimos el mismo desasosiego que el navegante que debe pasar entre escollos peligrosísimos en medio de la niebla o la oscuridad. Apenas si sabemos con certeza que más allá está la inevitable muerte, lo que precisamente hace más angustiosa nuestra elección: pues hace de ella algo único e irreversible. Elección, pues, que parece inventada por el demonio para atormentarnos, portada como presumimos de una casi segura frustración, el camino de la desilusión o el fracaso. Y, para mayor escarnio, por causa de nuestra propia voluntad. En la ficción ensayamos otros caminos, lanzando al mundo esos personajes que parecen ser de carne y hueso, pero que apenas pertenecen al universo de los fantasmas. Entes que realizan por nosotros, y de algún modo en nosotros, destinos que la única vida nos vedó. La novela, concreta pero irreal, es la forma que el hombre ha inventado para escapar a ese acodalamiento. Forma casi tan precaria como el sueño, pero al menos más voluntariosa. Esta es una de las raíces metafísicas de la ficción. La otra sea, acaso, esa ansia de eternidad que tiene la criatura humana; otra ansia incompatible con su finitud. La búsqueda del tiempo perdido, el rescate de alguna infancia o alguna pasión, la petrificación de un éxtasis. Otro simulacro, en suma.
Ernesto Sabato, El escritor y sus fantasmas